La Colina de las Amapolas es un relato valiente sobre Japón y su dolorosa memoria: el drama más nostálgico de Studio Ghibli regresa a los cines de México

La Colina de las Amapolas es un relato valiente sobre Japón y su dolorosa memoria: el drama más nostálgico de Studio Ghibli regresa a los cines de México

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La Colina De Las Amapolas Regresa A Cines En Mexico
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Ayax Bellido

Editor

Estrenada originalmente en 2011, La Colina de las Amapolas es la segunda película dirigida por Goro Miyazaki, hijo del legendario Hayao Miyazaki, y la diferencia con su debut (Cuentos de Terramar) es radical. Si su primera obra parecía cargada de la presión por estar a la altura de un apellido gigante, esta cinta respira con más naturalidad y humanidad, y eso se nota en cada trazo, plano y secuencia. Quizá porque en esta ocasión su padre no solo supervisó el proyecto, sino que colaboró activamente en el guion. Quizá porque esta historia, lejos de lo épico y lo fantástico, se enfoca más en la contención y sensibilidad.

Que esta cinta vuelva a las pantallas grandes de México gracias a Cinemex como parte de su ciclo de reestrenos de Studio Ghibli no solo es un regalo para los fanáticos del estudio, sino una oportunidad invaluable para redescubrir una joya que pasó un tanto desapercibida en su momento. La película ya está en cartelera a partir de este 29 de mayo.

El homenaje a toda una generación

La Colina de las Amapolas es, en apariencia, una historia sencilla: Umi es una adolescente que vive en Yokohama en los años 60, y cada mañana iza banderas náuticas para recordar a su padre perdido en la guerra. En la escuela conoce a Shun, un joven idealista con el que comparte no solo intereses, sino una herida común, una herencia de silencios familiares.

A medida que su vínculo crece, ambos se ven involucrados en la lucha por salvar el viejo “Quartier Latin”, un edificio escolar que funciona como centro cultural y que está a punto de ser demolido. La historia de amor que se desarrolla entre ellos se verá sacudida por una revelación inesperada: podrían ser hermanos.

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Sí, esta película trata sobre el tabú del incesto: pero lo hace sin escándalo, sin morbo, con una delicadeza casi impensable en otros estudios de animación. En manos de Ghibli, este drama no es una provocación, sino una excusa para hablar de las heridas del pasado, de las cicatrices que dejó la guerra, de los secretos que se guardaron para proteger a los vivos, aunque al hacerlo se abandonara a los huérfanos. Es, en última instancia, una historia sobre la memoria.

Situada en 1964, el año en que Tokio se preparaba para sus primeros Juegos Olímpicos tras la guerra, la cinta es también una crónica del cambio de época. Japón se estaba reinventando. La modernidad amenazaba con borrar las huellas del pasado, y en ese conflicto —representado en la lucha por salvar el viejo edificio escolar— se juega mucho más que la nostalgia adolescente. Se juega el alma de una generación. La que, como Umi y Shun, tuvo que crecer rápido, aprender a vivir sin respuestas y reconstruir un país con las manos vacías.

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Una historia de amor que busca reconciliar con el pasado

Lo que sorprende, incluso más de una década después, es cuán política es esta película. Sin discursos ni panfletos, La Colina de las Amapolas habla de identidad, de legado, de justicia histórica. De cómo el progreso puede ser ciego si no mira atrás. De cómo, para poner rumbo al futuro, primero hay que reconciliarse con el pasado.

Visualmente, la película es una delicia. Verla de nuevo en el cine, en una pantalla grande, es una experiencia completamente diferente. La animación tradicional de Ghibli brilla con una calidez que ninguna resolución 4K puede replicar en casa. Los paisajes de Yokohama, los interiores llenos de objetos con historia, los destellos del sol reflejándose en el mar, los gestos sutiles de los personajes: todo está diseñado con una atención al detalle que solo puede describirse como amorosa. La música de Satoshi Takebe envuelve la historia con una melancolía que acaricia y nos transporta a ese Japón en reconstrucción, a ese puerto costero donde los barcos zarpan sin saber si algun día habrán de volver.

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Y es que, si hay algo que destacar de esta obra es su madurez narrativa. A diferencia de otras películas animadas contemporáneas que dependen del frenesí y la sobreexplicación, aquí reina la contemplación. Las emociones no se verbalizan, se insinúan. Se piensan las decisiones, se escuchan los recuerdos. Es cine animado, sí, pero también es un espejo de lo que significa crecer.

Esta segunda película de Goro Miyazaki es, en muchos sentidos, su verdadera carta de presentación. Aquí demuestra que no necesita seguir la estela fantástica de su padre para construir mundos significativos, que puede hablar de adolescentes sin caer en clichés, que puede honrar la historia de su país con honestidad, y que puede, desde lo cotidiano, construir una épica emocional que pocos directores logran.

Verla reestrenada en Cinemex es más que un acto de consumo nostálgico, es una oportunidad de detenernos en un mundo que cada vez corre más, para mirar una historia que camina con calma, pero con firmeza. Una historia sobre lo que se pierde y lo que se conserva, pero primordialmente, sobre el amor que nace en la incertidumbre. Porque incluso en los terrenos más inciertos, como la colina donde ondean las banderas, siempre hay lugar para la esperanza.

Quizá La Colina de las Amapolas no sea la película más famosa de Ghibli: no tiene dragones ni dioses, no hay batallas épicas ni mundos paralelos. Pero tiene corazón, memoria y alma. Y en esta época donde todo parece desechable, eso vale más que mil efectos especiales.

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